Por: Felipe Silva González
No cabe duda, la literatura es un arte hasta cierto punto inexistente, pues un libro no es como una pintura o una escultura; la sola contemplación del objeto no permite acceder a los paisajes lingüísticos que cada autor ha plasmado sobre páginas y páginas; leer, entendido como el proceso de comprender un lenguaje previamente aprendido, es la única forma de llegar a esa tierra prometida, ese cuarto a media luz, aquel mar embravecido, aquel mundo derruido y corrupto, los cuales se encuentran solo en nuestra mente. La literatura es un collage de imágenes que son creadas por el cerebro, tomando como base las palabras de un escritor. Es una disciplina que existe, en su totalidad, en las cabezas de escritores y lectores.
Teniendo esto en cuenta, la acción de prestar libros resulta un hecho curioso, ya que se intercambian solo las palabras, el verdadero libro no existirá hasta que las letras se condensen en una bruma literaria dentro de la imaginación del lector. Repentinamente, todos estos pensamientos pasaron por mi mente cuando fui invitado a un trueque de libros, organizado por Porfirio Parada en San Cristóbal; la idea me entusiasmaba sin dudas, así que me desplacé al lugar convenido a las 10 de la mañana.
La expresión de paz del ángel del Templo Santo Domingo de Guzmán se posaba sobre nosotros, la gente llegaba y los primeros libros empezaban a mostrarse de entre las manos de sus temporales dueños. La invitación difundida por Facebook prometía que un cúmulo de gente estaría en ese pequeño lugar de la ciudad, pero había más textos que personas, situación para nada desagradable; ¡era una ventaja!, menos personas significaba menos competidores, lo cual era ideal, en caso de presentarse algún volumen con mucha demanda. Rápidamente los asistentes empezaron a admirar los libros expuestos, a la espera de un trueque justo que valiera lo suficiente como para desprenderse de esos libros, que, de algún modo, formaban parte de ellos mismos.
El primero que llamó mi atención fue El hijo de Gengis Khan de Ednodio Quintero. Había oído de él, pero apenas mis ojos se despegaron de su cubierta, otra persona había conseguido hacerse con él. A partir de ese momento me decidí a ser más rápido que mis competidores, no es un secreto que un buen trueque involucra velocidad; mi primer intercambio fue con una chica que se interesó por mi edición de La vuelta al mundo en 80 días, la cual traía bajo el brazo; por lo cual decidió cambiármelo por Las cadenas de Eymerich de Valerio Evangelisti, libro del que no había oído jamás, pero la excitación de hacerme con un libro misterioso me convenció, además la chica parecía un poco triste al despegarse de él; una señal mejor que una reseña editorial.
En un momento dado, los organizadores colocaron unas mesas para exhibir los libros, una opción más loable que sostenerlos con las manos o en bolsas. En ese instante aparecieron dos libros que llamaron poderosamente mi atención: Uno estaba bastante descuidado y sus hojas amarillas, se titulaba País de las sombras largas, de Hans Ruesch, y trataba sobre esquimales, nunca había leído nada acerca de esa cultura; el otro libro era más delgado que el anterior, se veía nuevo y bien conservado, la trama no me pareció llamativa a juzgar por la sinopsis de la contraportada, que era tan ambigua como el título de la obra: El pulpo de Iván Gutiérrez, lo que sí me atrapó fue la nacionalidad del escritor, boliviano; me resultó curioso, no había leído a ningún autor de ese país antes, me llevé ambos libros y di por ellos unos thrillers de poca monta cuyos encabezados no es necesario mencionar.
La mejor adquisición del día se produjo cuando vi, asomándose en los brazos de una muchacha, que acababa de llegar, el Cementerio de animales de Stephen King; no pude contener mi asombro y me puse a hablar con ella para convencerla de hacer un intercambio. Mis posibilidades eran pocas, solo me quedaba un libro para “truquear”, pero era, de todos, el mejor, Amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez. Una joya por otra joya. Quizás no del mismo valor, ni del mismo color y dureza, pero joyas al fin y al cabo. El trato me pareció justo, desde la muerte de Gabo, como lo llamaban sus amigos, sus libros tienen una demanda enorme; los mejores libros de Stephen King, es decir, los clásicos como esté, parecen evitar esta parte de Venezuela, ya que en el Táchira solo suelen llegar sus últimas publicaciones, situación que no se da en el centro del país, donde es más fácil encontrar variedad de títulos.
Con cuatro nuevos inquilinos para mi repisa me fui de aquel pequeño punto de la ciudad, que por un momento pareció convertirse en una de esas ferias de libros del viejo continente; la ilusión era forzada, pero a mi mente inquieta le gusta crear espejismos y durante unos minutos me dejé llevar por la reacción que la literatura me produce.
Ojalá este tipo de eventos se den con más frecuencia, después de todo, lo que importa no es el trueque en sí, muy divertido por cierto, sino participar en un encuentro cultural; la creación de nuevas propuestas, como esta, auguran un saludable futuro para los amantes de la literatura en el Táchira; en la medida en que empiecen a ser más frecuentes, estaremos más cerca de sentirnos parte de algo importante, trascendente.
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