La primera vez que lo vi me pareció una persona muy particular. Por muy difícil que pueda ser, me sentí muy feliz de verlo sonreír cuando nos miramos a los ojos aquel lunes santo. Ese hombre alto y muy delgado, con un característico bigote que no le quedaba muy bien, pero que él mostraba con orgullo, gustaba de fumar a toda hora, por lo que llegué a escuchar calmaba sus ansiedades ante la situación de pobreza por la que pasábamos, siempre vestía una camisa de botones con un tono marrón diferente cada día; ese hermoso espécimen me alegraba la existencia.
El tiempo fue benevolente con nosotros. Tuvimos la oportunidad de compartir cada minuto y yo disfrutaba de toda la atención que me daba cuando nos acostábamos a ver mis programas de televisión. Nunca estuve triste en su presencia, aun hoy en día la desdicha no está en mí cuando estamos juntos, y siempre traté de hacerlo sentir orgulloso con cada paso que daba. Poco a poco me di cuenta de que me estaba enamorando profundamente.
Mis metas eran hacerlo feliz, verlo sonreír, hacerlo sentir orgulloso de su pequeña que poco a poco crecía. Y los días fueron pasando, sin embargo, mis metas nunca cambiaron; él continúo ahí, a mi lado, y sabía que no se apartaría.
En una ocasión, ya hecha toda una mujer, llegue a casa afligida por muchas situaciones que habían ocurrido ese día, el mal de amor me afectaba la serenidad; me senté en el sofá, miré las paredes, llevé mis manos a los ojos y dejé caer un poco mis lágrimas. Después de haberme calmado, o al menos aparentarlo, subí las escaleras, entré en su cuarto y lo saludé. Me vio detalladamente como si estuviese escaneándome y me preguntó si tenía algo, lo negué y me fui a mi habitación.
Pocos minutos después entró por la puerta y me volvió a mirar, esta vez no con su mirada escáner sino con una expresión llena de preocupación e intriga. Miré sus ojos. Quedé envuelta en ellos. Eran, y siguen siendo, tan hermosos; cristalinos, de un color marrón claro, que por desgracia yo no heredé. Sentí entonces cómo las palabras se aglomeraban en mi garganta y empezaron a salir expulsadas por mi boca. Trate de no llorar; nunca me gustó que me viera así, pues sabía el dolor que le causaba; siempre bajaba la cabeza y se acariciaba los pocos vellos en sus cejas que quedaban.
Luego de que terminé de hablar, se sentó a mi lado. Fijó nuevamente sus ojos en mí y resumió todo lo que pensaba en una oración. ¡Qué oración! Estaba colmada de la sabiduría obtenida durante sus años de vivencias amorosas; yo lo escuché atentamente mientras reflexionaba. Y de repente todas las sensaciones frustrantes se habían esfumado. Lo abracé muy fuerte sin decir más y volví a comprender que era el amor de mi vida.
Se levantó debido a que no era hombre de mucho afecto, y antes de salir me dijo algo que me hizo soltar una carcajada. Esperó que terminara de reírme y se fue. Con una cara de satisfacción, supongo, porque había transformado mi tristeza en alegría en tan solo 10 minutos. ¡Qué hombre tan maravilloso!
Actualmente ya no tiene ese horrendo bigote, palabras de mi madre, y ya no es tan delgado, ahora porta una barriguita adorable que acaricia con frecuencia y hace la comida más deliciosa que he probado –puede que exagere un poco–, sigue siendo el mejor padre del mundo para mí y para mi pequeña hermana de cuatro años.
La confianza siempre ha sido una columna fuerte en esta relación inseparable de padre e hija. Los consejos han sido los mejores y más que mi padre es mi mejor amigo. Nadie nunca podrá hacerme sentir el amor tan grande que desde el primer día he sentido por él. Es la mejor elección de padre que pudo elegir mi madre y siempre le agradeceré por ello.
Mi padre hoy está de júbilo. Soy la niña (con más de 20 años de edad) de papá y a pesar de que pasen las décadas jamás dejaré de ser la niña consentida de mi papi. Nuestro amor es épico mi querido, Robin Hood.
Felicidades, te amo.
Firma: La hija más dichosa del mundo.
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