Por Zoravict Arenas
Fuente: Prensa de la Gobernación del Táchira. |
Mi madre había hecho una promesa importante al Santo Cristo de La Grita –estaba sumamente enferma y deseaba sanarse–. Él, por lo que me había dicho mi abuela, tenía muchos seguidores en el país porque curaba a los enfermos y otorgaba milagros. Con el tratamiento y gracias a la intercepción de este Santo, según mi madre, pudo sentirse mejor a lo largo de un par de meses. Era hora de cumplir la promesa. Viajamos por más de una hora, parándonos en cada sitio que mi madre quisiera, hasta llegar a La Grita. Notaba que su rostro aún estaba pálido y decaído; sus ojos vidriosos y un cansancio que no podía disimular la hacían ver un poco más vieja. Fueron tiempos difíciles.
Al llegar decidimos comer para “reponer fuerzas”, en palabras de mi padre. Terminamos, pagamos la cuenta y nos dirigimos hacia el objetivo: La iglesia del Santo Cristo de La Grita. Mientras nos acercábamos a la entrada pude notar el buen estado de su estructura y el lindo color blanco que la empapaba. Al entrar se sentía un aire fresco que traspasaba cada folículo del cuerpo. La sonrisa de mi hermosa madre era inigualable; lo había conseguido; estaba allí presentándose ante ese monumento de madera que muchos veneraban. Me separé un poco de mis padres y decidí observar cada detalle de aquella famosa iglesia; quería averiguar qué la hacía tan especial.
El color blanco del lugar ayudaba a que la luz que entraba por los ventanales iluminara cada rincón del santuario. Eso le daba un toque espiritual a la edificación, supongo. Las flores y las velas que se encontraban cerca de donde el Padre daba la misa eran incontables, ¡Vaya que eran hermosas!, pensé. Mis padres se acercaron, lo más posible, al Cristo inmenso tallado en sólida madera. Debía acercarme también.
Cada paso me pareció eterno. No entendía por qué tanta gente se encontraba arrodillada, concentrada en sus oraciones, ¿no se cansaban de estar en esa posición?, me preguntaba. De pronto algo me dejó impactada: una señora que se veía tan vieja, que no entendía cómo estaba arrodillada. Su cabello era completamente blanco; sus manos eran delgadas y se notaba que hacía ya varios años había perdido tersura de la piel; tenía puesto un vestido blanco de flores negras, bastante grandes, y unos pequeños zapaticos parecidos a las alpargatas, también de color negro. No quería molestarla, pero debía pasar por su lado para poder llegar a donde se encontraban mis padres. Aquella viejecita tenía la cara empapada en lágrimas; sentí como mi corazón se arrugaba, por ser muy joven no comprendía lo que pasaba y opté por dejarla tranquila.
Ya casi llegando noté cómo mi padre abrazaba a mi madre delante de ese Cristo “bendito” -como muchos lo llamaban-, mientras ella daba gracias por sentirse más fuerte y bendecida por él. Al ver el rostro de esa escultura de madera me pareció algo irreal. ¡Oh Dios mío!, exclamé, mis padres voltearon y pude notar que la cara de mi madre estaba tan empapada en llanto como la de aquella viejecita. No entendía lo que pasaba, sin embargo, me perdí en los ojos perfectamente tallados de la escultura.
Cada parte del cuerpo estaba realizada de una forma precisa. Hasta se proyectaba su sufrimiento por estar clavado en la cruz. Quería tocarlo, pero las rejas que lo protegían me lo impedían. Mi papá se acercó mientras mi mamá se sentaba a seguir orando, me dijo que la escultura tenía muchos siglos de haberse realizado; que mucha gente del país caminaba en su encuentro el 5 de agosto de cada año y que de esa forma lo veneraban. Pensé y medité cada palabra que él me decía.
¿Es cierto que hace milagros?, le dije. Me miró, sonrió y luego observó a mi madre. “Aún tenemos a tu mamá aquí con nosotros, el cáncer no pudo con ella y sabemos que fue gracias a él que le dio fuerzas para que aguantara todo lo que se le venía encima”, me dijo con un tono triste y entrecortado. Al verlo tan triste decidí abrazarlo.
Luego me condujo con mi madre, me ayudó a recordar las oraciones y pude dar gracias al Santo Cristo de La Grita por ayudar al ser que me dio la vida en ese momento de tempestad. Entendí por qué eran tan especial y por qué era necesario el largo y tortuoso viaje que habíamos realizado.
Después de un rato salimos del templo. Debíamos regresar a casa. La promesa estaba cumplida.
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