Por Irene Colmenares
Las fantasías y la violencia, constantes en las piezas de José Ramón Castillo, adquieren en “Fresa” su máxima expresión; se materializan en la historia de seis personajes que sueñan y recuerdan de manera caótica la historia de un asesinato del que fueron cómplices.
La sala de teatro Rafael Daboín es austera: es un salón reacondicionado, de aproximadamente 6 x 10 m², donde la unión de unas sillas, unas luces, una paredes pintadas de negro y un trapecio son todo el material con que cuenta el Grupo Experimental de Teatro de la UNET, para crear en cada función la ilusión de las obras que representan.
Es viernes, poco antes de que se abra la sala, ya hay una cola considerable de personas en el pasillo, frente a la oficina de la División Sociocultural de la universidad. En su mayoría parecen estudiantes, y algún que otro cultor de la ciudad. Casi todos son jóvenes y en su apariencia delatan cierta afinidad con los personajes de “Fresa”, o con casi cualquier personaje de las obras de José Ramón Castillo: seres alternativos, cuya vestimenta revela cierta evasión a las convenciones más típicas.
Después del tercer timbrazo entramos por fin a la sala (olvidé mencionarles que los continuos timbrazos te hacen viajar a la escuela y a sus estrictas reglas). Lo primero que llama la atención es la oscuridad inicial de la sala; hay tres hileras de sillas, en las cuales nos ubicamos con cierto esfuerzo, y con la guía de quien creemos asume el papel de un acomodador, al poco rato resulta ser el fotógrafo oficial del grupo de teatro.
En medio de esta ceguera inicial es poco lo que nuestros sentidos alcanzan a percibir: el aroma de algún licor o algún tipo de humedad extraña, al fondo algo de rock de los 90's -NineInchNails, quizá-, son los únicos alegatos que nos aseguran estar aún en un plano físico. Finalmente, presentimos que los actores aparecen en el “escenario”, se enciende una luz cenital, bastante tenue, y por fin los vemos esparcidos en el nada convencional escenario.
Son seis, dos mujeres y cuatro hombres; todos lucen ropas desaliñadas y algunos tienen cicatrices o manchas de sangre en la cara. Uno en particular -moreno, bajito- parece haber salido de una pelea reciente, un tic nervioso y una cara húmeda son todo lo que le ha quedado para probar su valor.
La historia que nos cuentan al presentarse es ésta: son cómplices de un crimen cometido días atrás y, aunque en ciertos momentos les cuesta admitirlo, lo disfrutaron; sí, disfrutaron especialmente ver la sangre de su víctima correr, sangre roja, “sangre como heladito de fresa”, nos cuenta uno entre risas. Es un inicio fuerte, que apenas podemos entender entre sus diversos recuerdos.
A estas alturas, la obra nos pinta un panorama violento, desprovisto de noción moral: los personajes recuerdan la violencia de sus actos, pero al final, en sus reflexiones, no alcanzamos a ver culpa o arrepentimiento. En busca de escenas similares tendríamos que volver hasta los 90's, con alguna película de Quentin Tarantino: escenas eclécticas, y representaciones de violencia como las que vemos, me recuerdan a las de los asesinos de “Reservoir Dogs”, y un poco con esta imagen en la cabeza me dispongo a prestar atención a lo que sigue.
En el primer tiempo estamos en la guarida de una banda de jonkys en decadencia: al estilo de los personajes de “Trainspotting”, novela de culto del escritor Irvine Welsh, los personajes nos dejan ver, a través de sus diálogos, que sus días oscilan entre las drogas más comunes y el sexo más casual, hasta episodios de violencia de todo tipo: de género, de automutilación y demás. En medio de todo, un personaje mudo, una naturaleza muerta toma relevancia: el televisor. La violencia vivida por ellos a través de las pantallas, y que celebran e imitan, parece ser el factor que los deshumaniza y les hace ver sus actos como algo intrascendente.
Así, la acción se va desarrollando entre la histeria y el sinsentido: en un momento se ejercitan mientras contemplan sus cuerpos en el espejo y, al siguiente, hacen la mímica de una felación al tiempo que sueltan carcajadas; luego hablan de sus proezas sexuales: –“La jeva, ¿qué? ¿Sí estaba bien rica?” –, para acabar amenazándose de muerte.
Escena y escenas similares se repiten. Cada tanto interactúan con el público: lanzan besos, ofrecen “coñazos”: nos sentimos por igual amenazados y deseados, sin entender muy bien, pero siempre esperando por más.
Luego de que entramos, suficientemente, en contacto con la realidad de estos personajes, comienza la que se titula “La noche del asesinato”. Un nuevo personaje entra en acción: un ser siniestro, llamado simplemente El Asesino o Carlos -interpretado por el actor invitado John Toro-, es un ser vil y lleno de complejos que disfruta atormentándolos.
Poco a poco, con saltos en el tiempo, los actores nos van mostrando las escenas del crimen: la violación y asesinato de una muchacha a las afueras de una cancha del barrio, a manos de El Asesino y los demás personajes que, ebrios, dopados, alucinados, participan en el acto sin darse apenas cuenta de las consecuencias.
Hay dos escenas memorables: en un punto, todos los personajes miran hacia el público, donde aparentan ver a la muchacha, a la víctima; al principio se sienten satisfechos, celebran a El Asesino para que la viole y disfrutan viendo todo. Sin embargo, cuando se le va la mano y comienza a golpearla hasta dejarla inconsciente, son ellos mismos quienes le gritan que pare –“¡Déjela, marico, déjela! Mire cómo la está dejando...”-, pero ya es demasiado tarde, y al final de este fragmento las luces se apagan, solo quedan para aturdirnos las risas de El Asesino y los gritos histéricos de sus compañeros, pidiendo piedad.
Noches después del asesinato, en casa de El Asesino, acudimos a una extraña celebración: en el piso hay rayas de coca en las cuales el asesino y una mujer -su hermana y amante, según entendemos-, se revuelcan y retozan. ¿El motivo de su alegría? El Asesino festeja ser elevado al estatus de celebridad, pues ahora la prensa no deja de hablar sobre el asesinato cometido. Pero en medio de la alegría algunas ideas ensombrecen el festejo: los recuerdos de su padre abusivo, golpeándolo cuando niño, hasta dejarlo inconsciente, “en el piso, lleno de sangre color fresa”.
Todo termina de una manera abrupta. Los personajes experimentan, por fin, sentimientos de culpa y nostalgias. A la luz de unas lámparas tenues que cuelgan del techo, cada uno se va confesando y dando algunas reflexiones finales. En este punto, en la sala se hace silencio: todos hemos dejado de reír o turbarnos hace rato, y ahora únicamente parecemos necesitar una tregua. La hora y media de histeria anterior nos deja intranquilos.
Al final, esa tregua se nos presenta en la forma de una canción entre dos amantes: mientras uno de los personajes se queda en una esquina tocando acordes en la guitarra; otros dos, hombre y mujer, se sientan a curarse sus heridas y su sangre, hablan de todo lo que pasó. Este toque de paz parece ser el mensaje final de la obra: en medio de la histeria y la violencia, siempre habrá un rastro humano de compasión por salvar.
Los personajes se van, los aplausos vienen, y nos enfrentamos a la escenografía tapizada de rojo, o de fresa. Nos paramos descompuestos y nos vamos: nosotros también tenemos ahora algunas heridas por sanar, alguna compasión por salvar.
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