martes, 24 de marzo de 2015

Cita para pasear en Las Margaritas

Por Liliana Ramírez

Todos los días lunes de cada mes, mi abuela y yo emprendemos un verdadero viaje, algo así como de una extensión lejana y cercana a la vez. Son unos quinientos o seiscientos pasos bajando por una gran montaña encuadrada con una acera.

A las doce mediodía, mientras las carotas se terminan de cocinar, y el olor a tajadas invade la sala, mamá Lilia se alista y con anticipación busca los dos costales de fique ubicados detrás de la nevera; camina un poco y de su bolso saca el monederito de cuero que la vecina le regaló en su cumpleaños, regresa a la cocina, da vuelta a la perilla del radio y de fondo suena: “¡Abajo cadenas, gritaba el señor, gritaba el señor, la ley respetando la virtud y honor! ”

Por supuesto, no nos puede faltar una sombrilla, pues a esta hora salimos al encuentro pleno con el sol, con una calidez humeante como la del desierto del Sahara, mientras el agua se evapora y las matas palidecen. Unos veinticinco minutos de caminata y al llegar el ambiente cambia: parece que corre más viento, todo es ágil, multicolor, surtido de frutas; hay mucha gente yendo y viniendo. Primero lo primero, tomarnos un jugo para refrescar la sed antes de iniciar el recorrido para las compras. Aquí venden de todo, desde plantas y comida hasta ropa. 

El Mercado Mayorista de Táriba, con su abasto principal, una casona con amplios espacios separados en galpones, hacia el eje izquierdo los abarrotes, que da con el surtido pasillo de los negocios de ropa, por donde se llega a las ventas de especias; señoras conocedoras venden curas para diversos males del cuerpo y para aderezar las comidas, nos inunda el calmado y tibio azafrán de la manzanilla, el verde intenso de las hojas de cilantro, el enérgico aroma de la hierbabuena y la pasividad de la mejorana… El repertorio de hierbas del completo puestecito de madera es tan largo como especias existen. 

Nos dirigimos al centro del abasto a comprar la carne, mamá Lilia se lo toma muy en serio, pincha meticulosamente la pieza, cuando no le gusta, dice: “Señor, ya venimos; dejamos una bolsa guardada”. Está claro que no volveremos, luego, a unos metros de distancia, el mismo vendedor nos ve con la competencia cercana, mientras guardamos la carne más suave y jugosa. Mamá Lilia siente la mirada inquisidora y me dice que disimule.

A las afueras del mercado hay camiones con amplios guacales de plástico rebosantes de verduras, es un espectáculo multicolor. Durante los demás días de la semana se vende al mayor, excepto los lunes, que están dedicados a la venta al detal, ese día son múltiples los puestecitos armados unos tras otro y es común, además, ver chamos que ofrecen, por económicos precios, llevar el mercado de las señoras, en sus carretillas. 

Es frecuente encontrarse con los vecinos, pues al mercado van personas de los alrededores y hasta de los municipios cercanos, entonces, entre conocidos y desconocidos comienzan las pláticas afables. Se habla, sin duda, de los precios, y de qué hay y qué no hay. Caminamos junto a una vecina, ella busca patas de gallina, pero parece que están muy caras. A falta de pollo, gelatina. 

Ya estamos por terminar. Los dos costales están casi llenos, solo falta buscar la panela y ver qué queda de remate. Se nos ha pasado la tarde en el mercado de Las Margaritas, son cerca de las cinco, la noche va cayendo dulce y pausadamente, estamos exhaustas, sin embargo, muy satisfechas. Ahora es cuando el viaje se torna cercano y no lejano, ya no son quinientos o seiscientos pasos de un caluroso trayecto. En este momento, mi abuela Lilia saca el monederito de cuero y manosea los billetes sobrantes… ¡Taxi!

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